NO TODO ESTÁ CANCELADO.
Relatos de Pandemia.
Marzo 2020, una “pandemia” nos mete a todos a nuestras casas.
La actividad turística, que involucra a tantísimas personas, rápidamente es conocida como Zona 0: “Se cancela todo”. Cada experiencia anticipada, cada viaje detalladamente planificado, para cientos de personas; ya no sucederá. El tiempo se frena, el ritmo cotidiano baja a una velocidad espeluznante en cuestión de dos semanas.
La Zona Cero.
Se prohíbe viajar.
Personalmente dedico un poco más de la mitad de mi vida a organizar y planificar experiencias de viaje. Incentivo y motivo a muchas personas para que se animen a conocer lo desconocido. He intentado recordar por qué terminé haciendo lo que hago, y pienso que si el virus nos ha dejado una enseñanza, es el significado de la frase; “Se prohíbe salir”. Tomar conciencia de que si tenemos a nuestros seres queridos en otro país, no podremos visitarle si se enferma. Es un proceso que la mayoría de seres humanos no ha podido experimentar.
Cuando diseño un viaje de 2 días, o de 6 semanas a algún lugar cerca o lejos de aquí, me convierto en una pintora: tengo a mi disposición todos los colores del mundo, los colores de mis recuerdos, las texturas de tanto recorrido por el mundo y es el mayor de mis tesoros: poder compartir mis experiencias con las demás personas.
Tengo muchas tonalidades de azul; los celestes del frio solitario y salvaje tan típico de Islandia o la tierna lluvia cayendo en el poblado de Los Nevados, en Venezuela. Tengo azules más oscuros, como el cielo de Playa Sámara al atardecer o de un pico de hielo en Torres del Paine, en el momento justo y exacto que se llena de agua y cae con un ruido tan fuerte y una fuerza tan atroz que cuando termina el silencio se escucha más duro que un trueno, en la rayería de un verano en San José. Con todos los verdes a mi disposición, pinto felizmente el bosque tropical seco de Caño Blanco o la adictiva tentación del húmedo bosque lluvioso de Tortuguero. Con los amarillos invito a las playas de Río de Janeiro, o al barrio Coyoacán en México.
Nací en el 1967 en un pueblo holandés de origen medieval, fronterizo con Alemania. Es un pueblo pequeño, muy tradicional, con una población constante de unos 5.000 habitantes. El primer hotel, aun en manos de la misma familia, fue fundado en 1751 y desde los años 30 es conocido a nivel Europeo por las aguas transparentes de sus ríos, su belleza natural, sus hermosas colinas, el aire puro y saludable de sus bosques y el lago. Estas características hicieron que en épocas de tuberculosis se convirtiera también en un atractivo “destino para la salud”.
Nos educaron sintiendo un humilde agradecimiento y un profundo orgullo por haber nacido en un lugar tan apreciado por tantas personas de diferentes nacionalidades. Nos enseñaron todo sobre la segunda guerra mundial, tan cerca en ese lugar fronterizo y tan vivido por todos nuestros padres, abuelos y demás personas mayores. La importancia de ser fiel a los valores de la solidaridad. El miedo, la valentía y la bondad. Unirse en contra de un enemigo común, y el hecho de que nada es regalado, ni definitivo. Que de lo que se trata la vida, es el respeto a los demás.
Nos recordaban constantemente que no sabíamos lo que era una guerra, ni lo que era tener hambre. Pero que eso siempre podría volver a pasar, que por eso era mejor quedarse donde vivíamos, que ahí estábamos seguros. Mi papá y mi mamá, ambos oriundos del lugar, y de familias numerosas, se casaron y trabajaron; él como obrero de una fábrica de muebles y ella, como administradora de un colegio. Como muchas personas de esa generación de post guerra, querían darle a sus hijas e hijos todo lo que ellos no habían podido tener.
Cuando tenía 7 años, no había calefacción, ni teléfono, ni carro, ni televisión. A los 8, me hablaron sobre la historia de las brujas en el pueblo, se decía que había muchas en la época medieval. Se dice que las pesaban en la ciudad más antigua de Holanda, Nijmegen o ‘Nova Magnum’, a solo 5 kilómetros de distancia, y que si no tenían el peso indicado, las echaban al rio con una piedra alrededor del cuello, o las quemaban en público. Me contaron que esas brujas tenían visiones y que eso causaba fascinación y/o repudio. Que ellas cautivaban; palabra que me costó mucho entender a esa edad.
Recuerdo noches de insomnio preguntándome si yo era una de ellas, porque veía cosas, posiblemente estimulada por mi amor a la lectura. La biblioteca comunal quedaba a menos de 50 metros de mi casa y yo iba todos los días. Así sucedió que mi fantasía volaba. Si leía algún cuento que se desarrollaba en un país llamado España, soñaba con naranjas bailando flamenco en un eterno verano, y si era un libro sobre niñas en un internado en Inglaterra, soñaba con vientos duros y hombres malos matando chancos en la orilla de un mar peligroso y salvaje. También leía muchos cuentos de hadas nórdicos; de los hermano Grimm, de Andersen. Eran crueles y sangrientos. Veía lugares que no existían y a los que quería ir igual, a pesar de tanta sangre, matanzas y todo incluido. Me daba miedo ser una bruja porque me cautivaba lo vivido, como cuando recordaba por instantes las andanzas de la noche anterior. Temía ser descubierta y quemada, o echada al río.
Tuve conciencia de lo que eran vacaciones a los 6 años, cuando fuimos por primera vez a un área natural en el norte del país. Íbamos, me dijeron, a un “camping” con una piscina por 12 días. El gran atractivo, algo nuevo para mí. Recuerdo perfectamente la emoción de irnos en el carro de la hermana mayor de mi mamá, mi madrina y segunda madre, duramos unas 2 horas; nunca había ido tan lejos del pueblo. Sentía muchísima emoción. Empecé a recorrer solita todo el sitio aprovechando que mis papas, distraídos y emocionados, acomodaban el “caravan” alquilado. Veía árboles diferentes, sentía olores diferentes, veía otras familias y escuchaba música desconocida… claro, terminé perdida. Intenté volver al lugar pero todo era muy parecido y no podía encontrar el sitio. Tenía ganas de comer y sed… y peor, tenía que ir al baño. Estaba de repente consciente del hecho de que mis papas no estaban conmigo. Recordaba lo que siempre me decía mi mamá: “La boca te la dieron para que hablés”. Entonces le pregunté al primer niño grande que vi, que dónde estaba la piscina, y fui corriendo para allá. Encontré los baños. Después, ya más tranquila, recuerdo ese perfecto momento de absoluta felicidad; había conocido un montón de cosas sola, y me encontraba sana y salva. Esto eran vacaciones.
Después de ese momento inolvidable, me entró la desesperación por ver a mi mamá y contarle todo lo vivido, así que me puse a llorar para que me encontraran. Por micrófono anunciaron que había una niña sola de nombre Astrid y que estaba, digamos, en el departamento de objetos perdidos. Todo terminó bien.
Después de unas nuevas vacaciones en Alemania, llegó la mayor felicidad de todas, cuando tenía 10 años: podíamos irnos en avión a España, a Benidorm, una modalidad de vacaciones nueva para holandeses de nuestro nivel socio-económico. Recuerdo semanas sin dormir, de anticipar felicidad y la certeza de que esto si era viajar. Entre las imágenes del aeropuerto, la estadía en el mar, escuchar un idioma tan diferente; recuerdo emociones profundas y todas de plena felicidad. El día que nos tocó regresar fui sola al mar en la madrugada y le dije “adiós, vuelvo pronto, te lo prometo”. Hice álbumes de recuerdos y una exposición en clase para todos mis compañeros diciéndoles que tenían que ir para allá. Que era simplemente necesario.
Salí del pueblo con 17 años rumbo a París. Luego asistí a la Universidad de Groningen en la carrera de Literatura Latinoamericana. Todo lo que hice en esos años giraba en torno a crear el espacios para poder viajar de verdad. De ir a conocer culturas diferentes, paisajes diferentes, escuchar idiomas diferentes. Hice lo imposible para que me contratara Thika Travel, la primera organización de viajes alternativa fundado por biólogos. Me dieron la oportunidad de tener un puesto como productora. Empecé a llevar personas con recursos económicos importantes en exploraciones por las selvas de América Latina en giras de 30 días; era la época antes del ‘fax’. Iba con USD50,000 en cheques viajeros, las reservaciones estaban hechas por correo postal un año antes. Llevábamos equipos de acampar, comida seca, antídoto de serpientes…de todo. Implicaba hacer escaladas de montañas como el Ayuan Tepui en Venezuela, o 12 días por el rio Orinoco durmiendo en hamacas en poblados diferentes. Caminábamos 7 días por las montañas entre Creely Chihuahua en México, y buceábamos en Belice. Me convertí en migrante con estatus legal en Costa Rica a la edad de 23 años. Había eligiendo el país donde más paz sentí.
Tuve la maravillosa oportunidad de conocer muchos países latinoamericanos entre 1989 y 1993, antes de llegar a Ecole Viajes en San José, Costa Rica. Mi vida profesional en el turismo responsable me ha brindado oportunidades increíbles; desde el privilegio de conocer el reino de Bhután hasta estar con mis dos hijos en el punto donde Moisés vio la tierra prometida en Jordania.
Mayo 2020. Volvemos a la Zona 0.
Darme cuenta, durante esta cuarentena, que puede viajar a través de mis recuerdos, es una revelación, anticipar la posibilidad de recibir nuevamente viajeras y viajeros, y guiar sus aventuras; es una ilusión.
Viajar, es un anhelo de libertad.