Poema a Chavela Vargas
«La Voz áspera de la Ternura fuerte y armónica»
“No jugaba con las muñecas como las otras niñas. Era una cría triste y soñadora que provenía de una familia religiosa con demasiados prejuicios»
Tenías que despertar
y desdoblar tus sueños.
Tenías que ver el sol
desde otra dimensión
-desde un ángulo abierto-.
Desde tu terquedad.
Con esa desazón
que conjetura con el hablar silente de la brisa
y le ofrenda sonrisa a la esperanza.
Con ese hacerse ver
por encima del cerco,
por debajo del miedo
y sobre el lodo.
Desde el suelo arrugado de un pueblito angosto
rebosante de sorna y de malicia.
Desde la sincronía
del dedo inquisidor
que supo señalar
con malicia de buitre
y tacto de piedra.
Era hora de partir,
de hacerle caso al tiempo
-a cada día, con horas y segundos-.
Al espacio febril
que se abre paso
solo
y sin salvoconducto;
a veces como tromba
repleta de acertijos,
otras veces
en forma de presagio, que
irremediablemente,
no saben conducir
– choca con todo,
vuelca y se hace añicos
o encuentra cauce
en cualquier salvedad
y, como un río, se deja conducir
por la serenidad de los estuarios,
y entra al mar,
con los brazos de agua muy abiertos-
o desciende,
feroz
sobre altibajos
y se vuelve neblina entre las rocas;
o se lanza furiosa y rompe el suelo,
hace posas profundas
y se vuelve ensenada
en la mansa planicie de algún valle.
Así la tempestad trajo un diluvio.
Así también las lágrimas cantaban.
Así la voz de bronce
abrazaba de canto al escenario.
Así la soledad vestía sus emociones.
Así, cada canción
-en revuelta y recelo-
con la sinuosidad amarga y dulce;
entre luces diciendo «buenos días»,
y un desfile de voces que abrazaban,
y la fraternidad
que hizo de las suyas…
«Eran épocas en las que paseaba con Agustín Lara.
Fue musa y amiga de Juan Rulfo,
vivía con los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo…”
Así
la vida, así,
imponiendo su ardor a la mitad del siglo,
a medio despertar
y sin tapujos.
A mitad del dolor.
En nombre de la angustia.
A través de una página larguísima
donde escribían los dioses
con tequilas,”tequieros” y vaivenes,
y esa sombra de ayeres inmaduros
que mordían la sonrisa
en cada escena,
bajo todas las luces,
con toda claridad. A voz sin sombra.
Entonces, la agonía
desde todos los puntos cardinales.
Entonces la amargura
como un néctar ambiguo
que no guarda ninguna salsa dulce,
que huele a sal oscura
y tiene cartas sucias debajo de la mesa.
Así
los huracanes toman fuerza.
Así
una ráfaga ígnea rompe cercas,
cruza desfiladeros, mueve y destroza.
Así se cruza el cielo hasta sus límites.
Así la tempestad encuentra un cauce
y se deja llevar,
y se rompe en esquirlas imprudentes.
Así posa la luna
entre nubes barbudas y aguaceros.
Así sale la aurora
a revolcar el día con sus rayos.
Así
toma la tarde un resplandor acuoso,
lo matiza
y desciende la luz al arcoíris.
Pero la soledad cantaba a coro
en mitad del vaivén,
que sumaba y restaba,
sobre un lienzo
de vidrio incandescente.
Reconoce su infierno y lo habita,
y sale a discutir con los pecados,
y corre -introspectivamente-
y procura llegar a suelo abierto,
y se deja tentar por el abismo.
Para cantar llorando.
Para que el llanto salga a borbotones
y se inunde la noche de notas infalibles.
Para dejar que explote el desamparo.
Para prevalecer
por encima del tiempo,
con la sinuosidad de la nostalgia.
“No solo fue su apariencia la que se saltaba las reglas establecidas (…) prescindió del mariachi, con lo que eliminó de las rancheras
su carácter de fiesta y mostró al desnudo su profunda desolación».
Pero, la tempestad no quiso arrepentirse.
Fue un diluvio anfibio y retorcido
que esculpía presagio en las paredes,
tomaba las esquinas
y esculcaba el envés de la otredad.
Era el reto inmortal del árbol derruido.
El anuncio de algo incontenible
que surgía del escombro
y avanzaba, oportuno,
profundo,
imprescindiblemente seductor.
Era la aurora oculta entre la bruma,
entre la sinrazón,
bajo el barro de siglos hechos días.
Era
un cúmulo de azares
que encontraban su nudo primigenio.
Era un jardín de olvidos
en el que alguna flor prevalecía…
– la flor del cempasúchil-
Heliconias, quizá,
entre toda amargura concebible.
¡Era una salvedad!
¡Un alivio frutal, una caricia amorfa!
«Una figura indómita y adelantada a su época (…)
Que lo perdió todo en el alcohol y en el dolor,
pero que resurgió infinidad de veces.”
Y se desquitó el tiempo con el tiempo.
Y velas derretidas alumbraron la tarde
con un celaje rojo-azul-violáceo.
Y no alcanzaron rimas,
acordes disonantes y ramos de amapolas.
Alguna calidez
debe haber convencido a la tristeza
y la hizo volar.
Algo surgió del suelo.
Algo supo esquivar las ataduras.
Algo soltó a la aurora y la dejó girando.
Un colibrí
tejiendo un nido en una rama altísima.
El silencio incrustado al filo de la tarde.
La ciudad.
La tristeza calmando a un niño de brazos.
Tenías que despertar
y navegar tus mares.
Tenías que ver la luz
desde otra dimensión…
Desde la tempestad
que se volvía metáfora en los labios;
desde la terquedad
que recorre pantanos
y se vuelve reptil, hormiga, anémona,
y se aferra a raíces,
y es voraz.
Así la tempestad trajo un diluvio.
Así también las lágrimas cantaban.
Así la “voz de bronce”
abrazaba de canto al escenario.
Así la soledad se vestía de emociones.
Así cada canción
en revuelta de gritos y recelos.
Así
la vida, así,
imponiendo su ardor a todo un siglo.
A mitad del dolor.
A nombre de la angustia y los presagios.
Entonces, la agonía
desde todos los puntos cardinales.
Entonces, la amargura
como un néctar ambiguo que sabe a salsa insípida.
Que huele a sal podrida
y tiene notas frías debajo de la calma.
Así se cruza el cielo con sus límites.
Así la tempestad encuentra un cauce
y se deja llevar,
y se rompe sus racimos encrespados.
Era hora de partir,
de hacerle caso al tiempo
-a cada día, con horas y segundos-.
al espacio feroz
que se abre paso
¡solo!
a veces como tromba repleta de ansiedades,
otras veces
en forma de presagio, que
irremediablemente,
no conoce ataduras
-choca con todo y vuelca-
o se adhiere al cauce de cualquier voluntad,
se deja cautivar por el estuario
y entra al mar,
o desciende febril entre corrientes
y se vuelve tragedia entre las rocas.
Mariposas monarcas
que se atreven al viento,
sueños desorbitados
que rebuscan auroras en la bruma,
serpientes emplumadas
remojadas de ardor.
La diosa Ixchel
vertiéndose en el suelo.
El águila ancestral
con sus serpientes vivas
frente a los estertores de la fama.
El canto de un yigüirro
tímidamente hablando entre nostalgias.
Reconoce su infierno – y lo habita –
y sale a discutir con sus pecados,
y corre -introspectivamente-
y procura llegar a suelo abierto,
y se deja tentar por el abismo.
Para cantar llorando.
Para que el llanto salga a borbotones
y se inunde la noche con notas despeinadas.
Para dejar que explote el desamparo.
Para prevalecer
por encima del tiempo
y las resequedades de la angustia.
“Chavela Vargas hizo del abandono y la desolación una catedral en la que cabíamos todos”, escribió Pedro Almodóvar”
El principio de todo es un abismo.
El inicio del cielo suele ser rugoso.
El suelo es desigual,
pero el aire y la lluvia hacen su trabajo.
Alguna calidez
de haber convencido a la tristeza
y la hizo volverse luna y canto.
Algo surgió del suelo
y conquistó lo fresco de la cima.
Algo supo esquivar las estrecheces
y se incrustó en las nubes.
Algo hechizó a la aurora
y la dejó girando en el borde del tiempo,
en el límite abierto
que se abre entre albures cotidianos.
Algo bajó hasta el miedo
y se volvió inquietud
hasta romper la calma y darse al viento…
Para quemarse en soles
y ser luna.
Para pintar la aurora
en cientos de matices.
Para hacerte valer, ¡Chavela!
¡Chavela Vargas!
Entre todas las dudas.
Entre todos los males
y ¡en contra de todos y de todo!
Como invierno implacable u oportuno.
Como verano terco o apacible.
¡Como fecundidad envuelta en llamas!